lunes, 1 de noviembre de 2010

Las ciencias bajo Napoléon

(Publicado en este blog el 10 de noviembre de 2008.)
Dedicado a César Reynel Aguilera.

Que Napoléon haya inspirado a muchos dictadores, a ambos lados del espectro, es un hecho. Parte de su grandeza apunta a que nadie puede prescindir de él. Los tiranuelos latinoamericanos sin duda se han sentido atraídos por el Corso. Y Paul Johnson señala en su biografía de Napoléon que “tiranos pigmeos como Kim Il Sung, Castro, Perón, Mengistu, Saddam Hussein, Ceausescu y Gadhafi” presentan ecos distintivos del “prototipo napoleónico”. En Castro I, un no desconocido admirador del Águila, es evidente. Algo que tiene que haber tomado de referencia fue el “sistema napoleónico de las ciencias”. ¡Pero cuán lejos de la calidad intelectual de Bonaparte!

El teorema de Napoléon en geometría es bastante célebre, lo habría enunciado en 1787. “Si uno construye un triángulo equilátero a partir de cada lado de un triángulo cualquiera (todos al exterior o todos al interior), los centros de esos triángulos equiláteros forman ellos mismos un triángulo equilátero”. O sea, hay que demostrar que el triángulo resultante es también equilátero.

En geometría plana, existe, además, el problema de Napoléon, que consiste a encontrar el centro de un círculo dado con solamente un compás para hacerlo, es decir, construir tan sólo con el compás el centro. Fue en la primera campaña de Italia (1797) donde habría conocido al matemático Mascheroni, especialista de la geometría del compás. De regreso en Francia, le presenta al Instituto el trabajo del italiano y propone su problema al que le ofrece su solución personal. Laplace le dijo: “Esperábamos todo de usted, general, salvo lecciones de geometría”.

Si Napoléon no hubiese sido Napoléon (o el cursi “destino llamando a la puerta” beethoveniano), habría sido un matemático de renombre: enuncia su teorema dos años antes de la Revolución francesa… Aun así, fue elegido miembro del Instituto en 1797, en la sección de ciencias físicas y matemáticas y en 1800 es hecho presidente de la misma.

Excepcional desde pequeño en matemática e historia (dicen algunos que una manera de reconocer a los niños superdotados es que sólo se interesen en estas dos disciplinas), su capacidad para la abstracción –que asombraría a sus compañeros de prisión en Santa Helena, al leer durante nueve horas solamente abstrusos textos y continuar luego fresco- determinó que en tanto militar fuese artillero y, sin duda, que fuese el más gran estratega de todos los tiempos.

Espíritu abstracto que le ha envidiado Castro I, quien en ese sentido es un mosquito lobotomizado.

Ya que Napoléon, en tanto “científico” por derecho propio, impulsó particularmente las ciencias. Él mismo propuso cuestiones de física que el Instituto sometía a los sabios, o uno de sus deberes en tanto miembro del Instituto fue estudiar un trabajo de Biot sobre las ecuaciones diferenciales. Fue Bonaparte quien, al regreso de Egipto, expuso que un canal podía hacerse entre el mar Rojo y el Mediterráneo (el hoy canal de Suez), mostraba fascinado los planes. Fue Bonaparte quien dió órdenes para llevar a Francia una piedra encontrada en el castillo de Rosette, con inscripciones en griego, en copto y en jeroglíficos. (La piedra fue confiscada por los ingleses en Alejandría, y ya sabemos lo que más tarde Champollion haría con ella.)

Lo alcanzado por las ideas (incluso las prácticas, fue el inventor de los bomberos y propició la creación del azúcar de remolacha) que Napoléon inspiró ha quizás motivado a Castro I a tratar de imitarlo, con los resultados conocidos, entre ellos, las vacas enanas.

Si hay un padre de la egiptología, ese es Napoléon Bonaparte. Convirtió la expedición militar a Egipto en científica al mismo tiempo. Su trascendencia fue considerable, hasta el día de hoy. Una de las razones por las que Napoléon atrae tanto es que lo provocado por él se extiende a numerosos campos: desde los expertos militares, naturalmente, hasta los mineralogistas; en lo último, se remite a esa expedición de Egipto. La monumental “Descripción de Egipto” que él encargó continúa siendo una referencia.

Desde luego, fue la Revolución francesa quien le confirió a las ciencias una dimensión política (sobre la base de su desarrollo en el siglo XVIII), para servirse de ellas, “ganar la confianza del pueblo y preparar sus victorias”. La madre de todas las revoluciones luego se transmutaría en consecuencia en sus hijas en tal aspecto, como en otros. Pero en el caso del período napoleónico, hermano más que hijo, aun si porque no le quedó más remedio al Águila, el genio personal de ésta condujo a que fuese una época de esplendor cierto para las ciencias.

Fue Napoléon quien estimuló las investigaciones sobre la electricidad de Volta; creó un premio destinado a “fijar la atención de los físicos sobre esta parte de la disciplina que es en mi opinión el camino de grandes descubrimientos”.

Cubrió con honores a Laplace (su teoría del cálculo de probabilidades le fue entregada a Napoléon en medio de la desastrosa campaña de Rusia en 1812, y el emperador enseguida le testimonió su satisfacción), a Berthollet, a Cuvier, a Montgolfier (“la invención de la máquina más importante”). Si bien instituciones como la Escuela Politécnica remiten al fin de la Convención y el Directorio, fue bajo el Consulado y el Imperio donde se afirman.

Justo Gay-Lussac, en la Escuela Politécnica, establece en 1802 su ley. Más tarde, durante el Imperio, Biot y Fourier llegan a la ley de la conducción térmica.

En 1803 Berthollet publica su “Ensayo de estática química”, cuyos presupuestos habían sido meditados en la campaña de Egipto.

El álgebra, el análisis matemático, la astronomía (Laplace le dedica al primer cónsul su “Mecánica celeste”, a lo que Napoléon responde que sólo la fuerza de las circunstancias lo mantenían alejado de las ciencias), la geometría, la mecánica analítica y la óptica conocieron adelantos decisivos. En 1813 Niepce hizo los primeros descubrimientos que condujeron a la fotografía.

No podría dejar de mencionar, entre otras conquistas de esta era de florecimiento, la exploración de la América del Sur, entre 1799 y 1804, por Alexander von Humboldt, el “segundo descubridor”, y Bonpland, quien era intendente de la Malmaison, la residencia de Napoléon y Josefina.

Pero la visión del Águila, tan certera, por ejemplo con la electricidad, falló en algo: la navegación a vapor. Robert Fulton le propone el submarino (para invadir a Inglaterra, of course) y el barco a vapor. No le encontró aplicaciones prácticas a ese “carro de agua movido por el fuego”.

Si el proyecto napoleónico de las ciencias fue fecundo, cuyo ritmo abrió las puertas a la ciencia contemporánea, lo fue por el sustrato “revolucionario” que lo propició, en tanto instrumento que le podía ser útil. Las ciencias dejaron de ser meramente especulativas para convertirse en un transformador económico y social, mal que me pese la jerigonza marxista. Que Napoléon haya sido un apasionado de las ciencias, unido a su singularidad, fue un catalizador insospechado. Este espejo, abridor de múltiples polos de la modernidad, luego ha querido ser retomado por esos “otros”, estructural o conscientemente.

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