martes, 2 de noviembre de 2010

La huìda de Balanchine y los celos de Nijinska

(Publicado en este blog el 19 de julio de 2008.)
Cuando George Balanchine estaba aún en San Petersburgo tras la Revolución de octubre de 1917, ciudad que entonces se llamaba Petrogrado, él se consideraba ya un “hippie”, por su espíritu abierto, inquisitivo y sediento que, desde luego, no podía sino causarle entuertos con las autoridades bolcheviques. Él lo intuyó muy pronto, desde que pudo se escapó del “paraíso” del eterno porvenir luminoso.

Sentía que sobre su mundo del ballet y el arte, estaba cayendo un muro que lo iba a aprisionar. La siguiente escapada de un bailarín ruso no tendría sino lugar 37 años más tarde, cuando Rudolf Nureyev se “quedó” en el aeropuerto Le Bourget de París.

El Comisariado para las Artes y la Educación creado por Lenin estaba justo comenzando a prohibir lo que consideraba “desviaciones” artísticas, alrededor de 1922, el mismo año en que también se iniciaron las deportaciones masivas. Ningún creador, ningún pensador que tuviera una auténtica necesidad de expresarse, debía esperar otra cosa que la represión y en el mejor de los casos, el silencio, de la parte de los bolcheviques.

Balanchine entendió a cabalidad esta política represiva, porque al principio de la década del 20 había hecho relación con los constructivistas, y otros vanguardistas, entre ellos Malevitch, Rodchenko, Tatlin, que lo habrían de influenciar en lo que se refiere a la abstracción y lo “geométrico” fundamental que culminaría en su estilo coreográfico. Varios de esos artistas capitularon ante la ideología leninista. Balanchine se amargó con ello, la huída era la única alternativa posible.

Es probable que su lucidez haya sido renforzada por el temprano disgusto que le provocó Lenin. Balanchine era uno en el gentío que lo escuchó cuando el jefe bolchevique dió su discurso en el balcón del palacio de la prima ballerina assoluta Matilde Kchessinska. (Lenin escogió tal lugar porque simbolizaba el zarismo, debido a la agitada vida amorosa de la Kchessinska con la familia imperial.) “Me recuerdo oyéndolo esa noche. Había ido con un grupo de compañeros de la escuela…Todos nosotros pensamos que el hombre del balcón tenía que ser un lunático”, diría.

Con la huída tan sólo en mente, Balanchine se las arregló en julio de 1924 para que las autoridades le dieran el visto bueno a un tour suyo en Europa occidental junto a otros tres bailarines: Alexandra Danilova, Nicolás Efimov y Tamara Gevergeva. Hicieron lo que pudieron en Alemania y en Londres, hasta que llegaron a París, donde se encontraba Serguei de Diaghilev, y se organizó una audición de los soviéticos para los Ballets Rusos.

Según Serge Lifar, fue él quien los admitió en los Ballets Rusos:

“Fuí a ver los bailarines soviéticos que habían escogido la libertad. Eran cuatro. Los miré y ví que eran bailarines de mi generación, y le dije a Diaghilev, sin saber nada de sus cualidades, le dije a Diaghilev: ‘Tenemos que tomar a esos jóvenes’. Y Diaghilev estuvo de acuerdo. Cuando Bronislava Nijinska se enteró que yo había ayudado a reclutar esos miembros para la compañía, Nijinska inmediatamente la abandonó…porque yo había dicho que Balanchine estaba en la troupe, y Diaghilev le encomendó la parte de la creación a él”.

Naturalmente, Diaghilev, con su visión de águila, captó que Balanchine era mucho mejor coreógrafo que la hermana de Nijinsky, y ésta también lo supo.

El mismo día en que Balanchine fue admitido oficialmente en la compañía, Nijinska anunció su partida.

Acoto que acaso además Bronislava estaba un poco loca, nada inusual en su familia.

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